domingo, octubre 22, 2006

SEPARACIÓN

Iba y venía con un andar histérico de gallina, sin hallarse a gusto en sitio alguno, buscando algo que de pronto le faltaba. A su alrededor, todo era como debía ser, dadas las circunstancias; sólo ella se sentía extraña, fuera de sitio, en una soledad que ya no era compartida. Porque estaba sola, a pesar de estar rodeada de gente. Como siempre. Todos giraban a su alrededor, mariposas nocturnas, con sus ropas oscuras, sus rostros serios, sus condolencias que no le llegaban. Veía moverse sus bocas y adivinaba las palabras que caían, en secuencias de película muda, y se quedaban sobre el cuadriculado piso como minúsculos trozos de cristal. Inútil, todo inútil. Por momentos intentaba recostarse en la silla, pronta a desvanecerse, presa de ese remolino humano que giraba alucinante, agotador, confuso. Tenía la cabeza llena de preguntas sin respuesta: ¿cómo iba a seguir viviendo sin él? ¿qué iba a suceder con ella? ¿por qué no pudo evitar perderlo? La masa ondulante pareció abrirse, como un mar hendido por la quilla de un barco invisible. Levantó los ojos para ver a esa mujer avanzar hacia el cajón. La furia la sacudió. ¿Cómo se atrevía a acercarse siquiera? ¡Era culpa de ella, ella manejaba el auto cuando se estrellaron, ella...! ¡Maldita, maldita mujer! No, no le importaba que fuera su esposa, él siempre le había pertenecido a ella, la que había estado a su lado desde el principio, que había seguido sus pasos con una fidelidad de perro, sin que él pareciese siquiera darse cuenta de su existencia, de su amor incondicional. ¡Pero cómo se habría sorprendido si no la hubiese encontrado todos los días acurrucada junto a él, fundida a su existencia, tan parte de su vida! Tan acostumbrado a ella, aún en su indiferente aceptación de la sumisa compañía, que se hubiese sentido desnudo si ella lo hubiera abandonado alguna vez. Sí, había sido mucho más suyo que de esa intrusa. Esa, la que ahora lo había empujado tan lejos de sus brazos, al desconocido país del más allá, donde ni siquiera ella podía seguirlo. Quiso gritar, abalanzarse sobre la rival, torbellino de odio ciego y desesperado, ahogarla con sus brazos de humo. Pero ya no tenía fuerzas. ¿Era esto el final? ¿Sería también el momento de su muerte? Vacilante, se levantó, sintiéndose cada vez más inconsistente, un frío polar subiéndole desde los pies hacia la cabeza, como si un veneno implacable se distribuyese por todo su cuerpo, paralizándolo. Salió a la calle dejando atrás a la gente, a la mujer que se lo había arrebatado, al turbio olor de las flores que también agonizaban, como ella y, resignada, se deshizo en la oscuridad nocturna, integrándose a ella, aceptando su destino. ¿Qué otra cosa puede hacer una sombra, cuando quien la proyecta ha muerto? (Ilustración: "Separación", de Edward Munch)

De sombras

La sombra, con mucho cuidado, desenganchó sus pies de humo de esos, carnales, a los cuales estaba atada desde siempre, y se alejó, exactamente como lo que era.Al derivar sobre la acera parecía una pequeña nube, un fantasma de cenizas, un trazo de carbonilla; a su paso, el calor de enero se enfriaba en las baldosas amarillas, en una súbita escarcha oscura; sin notarlo, la sombra marchaba rápidamente, sintiéndose más y más liviana a medida que la distancia crecía.Había cargado el peso de ese hombre durante demasiados años, sin ser tomada en cuenta para nada; había sido arrastrada sobre aguas turbias, sobre arenas ardientes, sobre rocas agudas, sobre calles heladas... Ya no quería seguir viviendo de ese modo.Cuando al fin él notó su ausencia, ella volaba junto a una bandada de golondrinas, azabache y libre como ellas, rumbo al horizonte.Desde entonces, moró en el país de la noche.Hasta ahí no llegaban, por suerte, los lamentos del abandonado.

miércoles, octubre 18, 2006

AZAHARES

El viejo se incorpora en el lecho revuelto y agrio. La noche, lagarto azul, se le había deslizado por encima y ahora, sentado en el borde hostil de la cama, deja avanzar la certidumbre del alba. Pequeños animales huesudos y hambrientos, sus pies parecen no querer soportar el peso de un nuevo día y las manos, laxas sobre las rodillas, tienen algo de súplica. Aún hay tierra bajo las uñas algo violáceas. Amanece, y una algarabía de gorriones se cuela por la ventana. La respiración del hombre, entrecortada, es solo una dolorosa costumbre. Con un suspiro se pone en pie y deja la habitación. Se detiene en el pasillo, titubea; luego, entra al baño. Los rituales cotidianos se le vuelven imprescindibles, madero al cual se aferra tras el naufragio. Enfrenta su rostro con la cotidiana sorpresa de sentirlo ajeno, desconocido aunque familiar a la vez. Los ojos abren un abismo de oscuridades sobre la máscara diurna. Casi con ternura de madre pasa sus manos por el pelo blanco, por las mejillas resecas, pero el gesto misericordioso no aleja las preguntas. Volver lo había regresado a la infancia. En la cocina de pisos carcomidos creyó ver una sombra, tan sepia como las fotos que imagina agazapadas en los cajones oscuros, tanto tiempo inviolados. Como si hubieran estado esperando su retorno. Nunca había entendido. Solo supo que una mañana la mano que olía a lejía y albahaca no lo había despertado como siempre, abriendo sus ojos al brillo del pesado medallón con la dulce cara de la Virgen. Al bajar en busca del desayuno, solo halló vacío y silencio. (Le parece verse como entonces, pequeño y delgado, perdido en una tierra de pronto desconocida.) Había sentido frío y miedo, y con esos dos mastines a los talones corrió hacia la sala. Allí estaba su padre, la mirada extraviada en algún árido paisaje. Tardó en encontrar el camino de regreso hacia el hijo. Luego lo estrechó, casi con crueldad, y el niño percibió los temblores de ese cuerpo para él inmenso. Lo sofocó una miasma de tabaco, vino, tierra húmeda y sudores agrios. Con voz torpe, el hombre le habló de abandonos, de ingratitudes. Un odio sin destino embebía las palabras chirriantes, salidas a borbotones. El chico no pudo comprender entonces lo irremediable de la ausencia, pero lo aprendió en el sucederse de mañanas despobladas. No hablaron nunca más de la mujer que los había traicionado. Pero su figura no dejaba de rondar los lugares del hábito: la veían en el movimiento de la ropa tendida, en el florecer insistente de sus rosas, en los mínimos gestos cotidianos que el vacío devoraba. Parecía sentarse a la mesa en cada comida, para mirar con ojos críticos los desvaídos esfuerzos del marido abandonado, el creciente desaliño de cosas y personas. Terco, el hombre no quiso traer ayuda del pueblo; decía no necesitar a nadie que rondase su casa haciendo preguntas ni sintiendo lástima por ellos. Pero solía derrumbarse, ebrio, bajo el naranjo que había plantado poco después de aquel inaugurar soledades. El árbol se llenaba de azahares y frutos con una alegría acaso fuera de sitio, pero constante como el recuerdo. Desde las fotos los ojos mediterráneos regresaban sin olvidos. Ambos sentían las miradas inmóviles desplegándose por la casa, como reclamando sus derechos, pero ninguno se decidió a guardarlas; el tiempo, haciéndose cargo, las amarilleaba lentamente. A ellos los condenó a la monótona perseverancia de las cosechas, encorvándolos sobre los surcos que nunca producían demasiado; lunas y soles tejían sus rondas sobre las cabezas agobiadas, destiñendo una, oscureciendo otra. No hablaban, contagiados acaso de la avara parquedad de la tierra; pero en la mirada acuosa del padre el muchacho revivía, a veces, aquel lejano abrazo de hierro en torno a su cuerpo. Desde aquel día evitaba tocarlo, como si en su piel percibiese el aroma de otra largamente añorada. Una mañana cualquiera había salido de la casa para caer crucificado al pie del naranjo que lo cubrió, compasivo, de perfumada blancura. El hijo sólo pudo cerrarle los ojos, obstinadamente fijos en el árbol y en algún antiguo espanto. Después del entierro se fue. A solas, ya no podía soportar el silencio. Tiempo después conoció a Livia, y con ella la pasión y la ternura. Los hijos redondearon una felicidad modesta y confortable. Juntos envejecieron. Después, también ella lo dejó sin explicaciones. Sin su mujer todo se le volvió ajeno; los hijos, ya adultos, vivían sus vidas y no llenaban la suya. Entonces pensó en la casa, en regresar a sus raíces. El campo se había transformado en un yuyal hirsuto y en el jardín las rosas agonizaban; harto de ausencia, el naranjo se alzaba seco y desnudo; mirándolo todo, el hombre levantó espejismos, soñó reconstrucciones. En el pueblo inmóvil como una fotografía había comprado otro naranjo; esperaba verlo florecer con la misma constancia dulce y rotunda del primero, su aroma esparciéndose sobre la zozobra de la casa y el hombre. El árbol era promesa, era esperanza. Con vigor antiguo había hundido la pala en la tierra endurecida. El tronco seco resistió, como si manos invisibles lo sujetasen a la tierra. Pero el viejo estaba resuelto. Sentía con vago placer el sudor reptándole por el cuello, abriendo caminos sobre su cuerpo enjuto. Dos obstinaciones se enfrentaban, la del árbol muerto y la de su deseo absurdo. Por fin, a regañadientes, las raíces alzadas hacia el silencio del cielo, el naranjo cayó. Debajo, abriendo los terrones como un cuchillo, amarilleaba un esqueleto. Huesos antiguos, como azahares marchitos entre jirones de tela podrida. Tembloroso, con manos que parecían no pertenecerle, el viejo había sacado los despojos, acomodando el pálido rompecabezas al borde del pozo. Casi fundido a la tierra encontró el medallón. Aquel que se había balanceado ante sus ojos en otro tiempo, otro mundo, otra vida... Gritó, aulló, sollozó en agonía, acunando su desamparo, hasta quedar él también como crucificado sobre la tierra, deseando la muerte o la locura, la piedad de los azahares inexistentes, el olvido. Cuando pudo levantarse el cielo se abrumaba de estrellas. A tropezones llegó a la cama, cayendo sobre ella con pesadez de cadáver. Ahora, en el amanecer implacable, el viejo rumia angustia, vacío de sueños. Con dedos torpes abrocha la camisa que hoy le resulta áspera; lucha, en vano, contra el peso terrible que le encorva los hombros. Después sale a la reluciente inocencia de la mañana, para siempre fuera de ella.

martes, octubre 17, 2006

Inauguración

Bueno, aquí estoy. Veremos qué hago con este espacio, esta especie de pizarra virtual que me permitirá... ¿qué? Mostrar lo que hago, compartir textos que me gustan, no sé, el tiempo irá dando sus propias pautas. Ojalá sea provechoso. Para mí y para quien quiera que se asome a esta ventanita...