domingo, abril 20, 2008

COMPETENCIA

Cuando me llamaron para entrenar a Robi, yo no tenía idea de que era... como es. Pero los padres querían que estuviera de diez para la competencia. ¡Pucha, el tiempo que perdí con el mocoso! Para que, a la final, mostrara la hilacha. Mi vieja decía que uno puede llevar el caballo hasta el agua, no obligarlo a beber... ¡Y qué razón tenía! El día de la carrera se había juntado bastante público... Familiares, la mayoría. Y unos cuantos de los que organizan estas cosas para “los de capacidades diferentes”, como dicen ahora. Ahí estaba Robi, en medio de todos los otros. Unos cuantos noteros circulaban entre los rostros repetidos, las manos ansiosas, los cuerpos sin gracia. Buscando material para el momento “tierno” del noticiero copiaban, falsificándolas, las sonrisas luminosas. ¡Habrán suspirado con alivio cuando por el altavoz anunciaron que era hora de empezar la carrera! Un pitazo, y ahí salieron los monos, bamboleantes, risueños, saludando a la familia como si ya hubieran ganado. Robi venía bien, le había machacado hasta el cansancio lo importante que era ser el primero, ganar, ganarle a todos... Si no hubiera sido por un infeliz que se planchó a metros de la cinta de llegada... Fue como si al pelotón completo le hubieran ordenado detenerse, pegar la vuelta, levantarlo, limpiarle las rodillas, consolarlo... ¡Olvidados de la carrera por completo! También Robi, perdiendo su oportunidad de ser un ganador en algo... Y para colmo, cuando el caído volvió a sonreír como si fuera inevitable, todos, de la mano, del bracete, enfilaron para la meta y entraron juntos, pegados como siameses. Alguien, algún otro estúpido seguro, aplaudió. Al rato cientos de palmas festejaban la ocurrencia. Y tuve que imitarlas, no iba a quedar pagando. Ahí se quedó la copa, no sé para quién, porque no hubo modo de saber quién había ganado.

viernes, abril 11, 2008

PACIENTE AMOR

Estaban cerca, pero era como si entre ellos mediaran dos océanos, en vez de ese trozo de muro que los contenía y separaba a la vez. Ella, a la izquierda. Él, a la derecha. Los dos, cautivos. Medallones de perfiles enfrentados, ojos tendidos hacia el otro, hilvanando un puente de aire y de deseo año tras año. Inmunes al gris de los inviernos, fríamente calmos en el sopor de los veranos, la eterna distancia los ennegrecía de penas y tiempo. En los días de lluvia, sus labios conocían, sin saberlo, el sabor del llanto que sus ojos ciegos no podían llorar. Debajo, las persianas se abrían al abrazo del sol, para cerrarse como ojos de vírgenes prudentes cuando llegaba la noche, ebria de luna o de oscuridades. Debajo, personas desconocidas deshilachaban sus pequeños dramas y miserias, se amaban amasando rutina y esperanza, desandaban pasillos y alegrías. Arriba, los separados amantes nada sabían de ese latir ajeno. Ella, plácida sibila, discurría sueños imprecisos, mientras el tiempo resbalaba sobre su perfil de camafeo. Él, guerrero que nunca conoció Troyas ni Espartas, amo y esclavo de aquel mirar lejano, tramaba rescates imposibles, e imploraba la piedad de viejos dioses olvidados. La casa, abajo, envejecía más que ellos, ajena a su romance sin voces. Demasiadas veces habían rechinado sus puertas. Demasiados soles cegado las ventanas (siempre sordas al susurro de la noche). Los pasillos agotaron los pasos innumerables; los cuartos se vaciaron de presencias, de trabajos, de llantos y de risas... Demasiadas vidas habían dejado sus rastros húmedos sobre las paredes, su oscuridad en los rincones, y cientos de grietas invisibles ocultaban secretos pequeños y dañinos como termitas. Y ellos, que habían ignorado sus raíces, un día las sintieron estremecerse, heridas de muerte... Ella hubiese querido gritar el nombre amado (que no conocía). Pero sus labios siguieron sellados. Él ansió estrecharla contra su pecho. Pero no tenía brazos con los cuales protegerla. Sólo pudieron mirarse con tristeza, mientras los picos se clavaban en la carne vencida de la casa. Luego, con un estruendo polvoriento, se sintieron caer. Y una niebla áspera los envolvió. “Amada”, pensó el guerrero, con hondo dolor sin lágrimas. “Amado”, pensó la doncella, con la misma angustia. Los picos quebraron el muro, separándolos. Cada uno en su fragmento, libre. Y también solos, por primera vez. El cielo giró encima de ellos, mareándolos con sus aves, sus nubes, sus cambiantes colores. Aturdidos de estrellas, vieron asomar el alba, repentina y cierta como su separación. Manos oscuras llegaron luego, para arrojarlos dentro de un recipiente junto con los otros restos de la casa. Y así fue que la mirada de ella, ahora sin distancias, encontró la de él. Frente a frente, sus ojos se dijeron las palabras mínimas y espléndidas que siempre reinventa el amor. Y los viejos dioses, compasivos al fin, sonrieron mientras ellos se unían en un tardío, largo beso... El único, el primero.

JAVIER EN EL BOSQUE

Esto, en su primera versión, lo escribí en el 2004, y surgió de un intercambio entre los dibujos realizados por los alumnos del curso de ilustración que dictaba Itsvanch en el Museo de la Cárcova y los participantes del taller de Graciela Repún, entre los que me cuento aún ahora. Ellos nos dieron trabajos suyos, nosotros escribímos lo que nos sugirieron, y viceversa. Fue una experiencia muy linda, que permitió sacar a pasear la creatividad de cada quien. Me voy a permitir incluir la imagen que dio lugar al texto original (éste tiene ya varios "repasos", quiero creer que para mejorarlo), cuya autora es la ilustradora Virginia Piñón. Javier quiere salir del bosque. ¡Es tan oscuro, frío, solitario...! Y esos árboles, que parecen estrechar sus troncos adustos, entrelazándose como enormes boas pardas, como monstruos ciegos, empeñados en mantenerlo prisionero... Necesita salir de allí, y sus ojos buscan alguna ayuda... Tal vez un rayo de sol atrevido que perfore tanta oscuridad, un pájaro que lance la flecha de su canto hacia el horizonte invisible, o una mano que lo guíe, como las migas de Hansel y Gretel, hacia la salida. Pero no hay sol, ni pájaro, ni mano alguna que venga a rescatarlo. Está solo. ¿Qué será de él cuándo llegue la noche? ¿Vendrán lobos de ojos en llamas y dientes impiadosos? ¿Brujas con calderos? ¿Monstruos imposibles de imaginar? Javier tiembla. Contagiado, también el suelo se estremece. Si tuviera voz para gritar, Javier lo haría. Pero el miedo le aferra la garganta y estrangula el grito. Cuando el movimiento cesa, sobre el suelo musgoso se ha abierto un hueco. ¿Puede ser la señal que espera? ¿Debe acercarse? ¿O será mejor permanecer junto a los sombríos troncos, dejándose ganar por la ilusión del sueño, hasta que lleguen la noche, los lobos, los engendros que acechan en las sombras? No, se dice Javier. ¡No! ¡Es preferible correr el riesgo! Sin pensarlo más, se lanza de cabeza hacia la grieta, que lo engulle como una boca ávida. Y aunque las raíces del bosque se arquean y silban como culebras furiosas, no pueden atraparlo. Se desliza como un pez por el túnel imprevisto. A su paso, las lombrices asustadas contraen el hilo rojo de sus cuerpos. Y en un desconcierto de patas, élitros y antenas, huyen cientos de bichos invisibles. Un aroma a tierra recién llovida invade su nariz, mientras sigue su viaje entre centelleos y opacidades que su miedo no le permite ver. Por fin, mareado, tembloroso, sin saber cuánto tiempo lleva ya en ese caer incierto, se atreve a abrir los ojos. Allá, al fondo del túnel, la luz dibuja una margarita que abre sus pétalos para recibirlo. Javier sale de la grieta, se pone en pie, observa el mundo que se curva a su alrededor... Y ya sin miedo abre sus alas y vuela, como un pájaro, hacia el fulgor del horizonte.