viernes, abril 11, 2008

PACIENTE AMOR

Estaban cerca, pero era como si entre ellos mediaran dos océanos, en vez de ese trozo de muro que los contenía y separaba a la vez. Ella, a la izquierda. Él, a la derecha. Los dos, cautivos. Medallones de perfiles enfrentados, ojos tendidos hacia el otro, hilvanando un puente de aire y de deseo año tras año. Inmunes al gris de los inviernos, fríamente calmos en el sopor de los veranos, la eterna distancia los ennegrecía de penas y tiempo. En los días de lluvia, sus labios conocían, sin saberlo, el sabor del llanto que sus ojos ciegos no podían llorar. Debajo, las persianas se abrían al abrazo del sol, para cerrarse como ojos de vírgenes prudentes cuando llegaba la noche, ebria de luna o de oscuridades. Debajo, personas desconocidas deshilachaban sus pequeños dramas y miserias, se amaban amasando rutina y esperanza, desandaban pasillos y alegrías. Arriba, los separados amantes nada sabían de ese latir ajeno. Ella, plácida sibila, discurría sueños imprecisos, mientras el tiempo resbalaba sobre su perfil de camafeo. Él, guerrero que nunca conoció Troyas ni Espartas, amo y esclavo de aquel mirar lejano, tramaba rescates imposibles, e imploraba la piedad de viejos dioses olvidados. La casa, abajo, envejecía más que ellos, ajena a su romance sin voces. Demasiadas veces habían rechinado sus puertas. Demasiados soles cegado las ventanas (siempre sordas al susurro de la noche). Los pasillos agotaron los pasos innumerables; los cuartos se vaciaron de presencias, de trabajos, de llantos y de risas... Demasiadas vidas habían dejado sus rastros húmedos sobre las paredes, su oscuridad en los rincones, y cientos de grietas invisibles ocultaban secretos pequeños y dañinos como termitas. Y ellos, que habían ignorado sus raíces, un día las sintieron estremecerse, heridas de muerte... Ella hubiese querido gritar el nombre amado (que no conocía). Pero sus labios siguieron sellados. Él ansió estrecharla contra su pecho. Pero no tenía brazos con los cuales protegerla. Sólo pudieron mirarse con tristeza, mientras los picos se clavaban en la carne vencida de la casa. Luego, con un estruendo polvoriento, se sintieron caer. Y una niebla áspera los envolvió. “Amada”, pensó el guerrero, con hondo dolor sin lágrimas. “Amado”, pensó la doncella, con la misma angustia. Los picos quebraron el muro, separándolos. Cada uno en su fragmento, libre. Y también solos, por primera vez. El cielo giró encima de ellos, mareándolos con sus aves, sus nubes, sus cambiantes colores. Aturdidos de estrellas, vieron asomar el alba, repentina y cierta como su separación. Manos oscuras llegaron luego, para arrojarlos dentro de un recipiente junto con los otros restos de la casa. Y así fue que la mirada de ella, ahora sin distancias, encontró la de él. Frente a frente, sus ojos se dijeron las palabras mínimas y espléndidas que siempre reinventa el amor. Y los viejos dioses, compasivos al fin, sonrieron mientras ellos se unían en un tardío, largo beso... El único, el primero.

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