domingo, julio 19, 2009

Atención, viajero

Te lo advierto, allá te espera una ciudad feroz. En ella, las altísimas torres violan reiteradamente al cielo inerme, sin siquiera reparar en ello... Y los puentes acuchillan el río gangrenado, putrefacto ya, sin que nadie se cuide de su muerte repetida, mientras que las plazas, erizadas de agujas venenosas, se pueblan de alucinaciones, que estrangulan a sus víctimas sin piedad alguna. Sobre las calles, fieras metálicas acechan a transeúntes desprevenidos, y, a veces, se atacan entre sí como animales en celo, para llenar el suelo gris con despojos varios. Sigue mi consejo, viajero, no entres en ella. No temas, podrás reconocerla desde lejos, yaciendo bajo la niebla de su indiferente violencia como un gran monstruo antediluviano.

Vampiro literal

Suele rondar las calles clavándole el diente a palabras desprevenidas, secuestrando vivencias ajenas, rapiñando anécdotas. Cualquier cosa puede terminar devorada por la criatura, nada está a salvo de su hambre, de su codicia, de su terrible necesidad de alimentar transformaciones. Siempre está tejiendo sus redes invisibles, más atento a dar vida a una frase ingeniosa, una metáfora original, un giro desusado, que a quien agoniza a su lado. A no ser que lo vea, de improviso, como materia prima, como algo reciclable. Vampírico, nebuloso, sabe que no existe más que en esas metamorfosis. Que solo en las ficciones que produce puede reflejarse. Sin ellas, es apenas otro fantasma perdido en la ciudad, inmensa y no menos impiadosa. (Imagen: Furia, de Fabio Lafroce)

El ente

Cuando lo vio, recién nacido, no le dio mayor importancia. Pequeño, enclenque, miserable, no le pareció peligroso para nadie. Y menos aún para él. Era apenas uno más de los tantos, casi siempre huérfanos, con los que tropezaba a diario, y que no llegaban nunca a nada. Ocupado en sus propios asuntos, no prestó demasiada atención a su crecimiento aunque, a veces, la incómoda sensación de que se fortalecía y desarrollaba más allá de lo conveniente empezó a rondarlo. Pronto descubrió que, en ocasiones, él ejercía el control. Y por fin comprendió que no debió subestimarlo, ni dejarlo desarrollarse hasta este punto. Ahora, enfrentado al monstruo iracundo y sombrío, al deseo de muerte que se agazapa en sus garras, al veneno que destila su boca, sabe que ese Odio sin destino terminará devorándolo. Imagen: Odio (Salvador Dali)