miércoles, agosto 18, 2010

Los relojes

"Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo". (Julio Cortázar. De "Instrucciones para dar cuerda al reloj") Eso dijo con su voz gangosa y honda, y su palabra, que llegaba como ignorando la ausencia final, me hizo pensar en los relojes. Los de él y los míos. Era diferente en su tiempo. Pese a la constancia que los caracteriza, teníamos cierto control sobre esos verdugos inmóviles y siempre despiertos; adrede, o por un oculto deseo de salvarnos que procreaba olvidos, evitábamos darles cuerda. Entonces, en un número de horas variable, pero que casi nunca pasaba de las veinticuatro, el silencio les llenaba el ojo único -de dimensiones y formas diversas- fatigando la rítmica gimnasia de sus bracitos escuálidos, inutilizando el arpón del segundero. Lográbamos, al menos por un rato, ignorar el paso de las horas. Nos ilusionábamos en el conjuro absurdo, como si pudiéramos hacerle, de verdad, gambetas a la muerte. Y los días recuperaban sus arcaicas señales. Descalza, la libertad acodada en las ventanas veía partir o llegar las golondrinas, la ronda lenta con que los árboles alzan, cada tanto, sus vegetales desnudeces, sus arrebatos florales. Ante la pregunta impertinente, se podía decir: es la hora en que el lucero le hace señales a la noche. O, tal vez, aquella en la que los pájaros juntan los escombros de la oscuridad para hacer un nido con ellos. Si pudiéramos asesinar los relojes perdurablemente, el tiempo enjaulado quebraría las cuadrículas, desbordaría los cauces…. Sobre sus aguas desbocadas cabalgarían barcos de papel, regresando de lejanas costas; los recuerdos perdidos encenderían velas para encontrar de nuevo el camino y, ya sin apuro, instalarían un bazar persa, colmado de alfombras voladoras y lámparas mágicas. O una feria trashumante de charlatanes, estafadores, magos y alquimistas. La muerte se perdería en los ecos infinitos de un salón de espejos, o en su propio y misterioso laberinto. Y las manos del tiempo serían más piadosas. En vez de sacarnos del escenario a empujones, quizás permitiría algunas reverencias y bises antes del obligado mutis por el foro; y podríamos partir con un sonido de aplausos resonando en los oídos, con ramos fragantes languideciendo sobre el pecho. Un lento fundirse en el paisaje, en vez del fatal golpe en la nuca. Pero los relojes han extendido sus dominios, se han vuelto autónomos. Nuestra breve cabriola sido sojuzgada, nuestros ardides y zancadillas abolidos. Su independencia refuerza nuestra impotente servidumbre; no hay olvido que impida su férrea tiranía. Se (y nos) alarman de continuo, marcando nuestras vidas: el momento del remedio (que lleva escondido en sí una presencia agorera), el de la domesticación, el del encajonamiento del cuerpo dentro del traje, siempre angosto, de la costumbre. Y sus chillidos desvelados desgarran el sueño, dejando atrás alguna maravilla que su realidad cuadriculada espanta. Hasta el momento del amor les pertenece. Que toma entonces un matiz de oficina pública, de trámite que hay que cumplir programadamente, con el mismo entusiasmo con el que vamos al dentista o a pagar un impuesto. Y siempre bajo su fosforescente mirada de cíclope, ladrona de minutos, que desgrana un rosario hecho con nuestras vidas. Atados a su noria, somos rehenes sin rescate, finalmente ejecutados. Y sólo podemos rogar por un eclipse duradero, algo que les seque para siempre el corazón que nos delata, el implacable pincel con que nos pinta un blanco sobre el costado izquierdo. Por eso, Julio, a vos, con tu tiempo ya desovillado por sus ecos, te pregunto ¿cómo no tenerles miedo? Imagen: La persistencia de la memoria (S. Dali)