jueves, octubre 14, 2010

En la selva

Hace varias noches que no descansa bien. Se acuesta, con el propósito de ver alguna película por televisión y a los pocos minutos el sueño la vence; dos o tres horas después despierta para reencontrarse con el insomnio, como quién se enfrenta a un viejo enemigo que siempre nos derrota. En la medrosa quietud, sonidos extraños la rodean: crujidos, susurros, movimientos invisibles brotan de todos los rincones. Los nervios la dominan, se avergüenza de revivir, a sus años, antiguos terrores infantiles. Ausente de ellos, Rubén duerme, tranquilo. Su pausada respiración es el ancla a la cual ella sujeta su cordura, que siente desfallecer ante el acoso nocturno. La luz incierta del alba la encuentra agotada, aturdida; sólo logra funcionar aceptablemente después de un par de aspirinas y unas tazas de café bien cargado. Día tras día, cada vez más exhausta, desea el descanso que ya presiente imposible. Al contrario, todo empeora; se suman a los ruidos cercanos los callejeros: aullidos de ambulancias, sirenas policíacas, ecos distantes de trenes y camiones; a veces disparos, gritos, carreras. Pueden inspirar temor pero son, en cierta forma familiares, conocidos. ¡No como los que comienzan a filtrarse por su desvelo! Sonidos que la hacen pensar en pelajes moteados, en ramas quebrándose bajo garras afelpadas, en animales atrapados por incorpóreos depredadores. Durante el día adjudica estas figuraciones a sus nervios desquiciados, pero en las noches no puede evitar el terror; su respiración se agita y la sangre es un desbocado tambor en sus oídos, una transpiración helada le brota desde las entrañas. Boca arriba, le parece que el techo de la habitación se disipa, dejándola indefensa bajo una bóveda sombría dónde el sol no penetra jamás a pleno; se imagina rodeada de otros muros, muros hechos de lianas, troncos, de compactas masas de vegetación tropical. Desde ellos, salvajes ojos de ópalo y jade la acechan y cree percibir olores de zoológico, nada que ver con el domesticado aroma de la cera o el lustramuebles que emplea para la limpieza. Esa noche, desbordada por la insoportable tensión, extiende la mano en busca de la luz consoladora del velador; bajo su suave resplandor comprobará, se dice, lo ridículo de su miedo; las paredes le mostrarán sus cándidos tonos pastel, el techo será solo un techo y no habrá ninguna amenaza escondida a su alrededor. Pero en vez de la mesa de luz sus dedos tocan algo frío, escamoso, que se desliza, rápida y sigilosamente, huyendo de su contacto. Los dedos se retraen, forman un puño que sofoca el grito agazapado en su garganta. Todo su cuerpo es un latido, una ola roja que la aturde y, vencida de horror, se desmaya. Cuando abre los ojos otra vez, la claridad grisácea del amanecer exhibe la normalidad de la habitación. La araña, impávida, cuelga del techo como todos los días y, como todos los días, ve los viejos muebles a su alrededor; ningún indicio de que algo extraordinario haya sucedido, solo su rostro pálido y desencajado sobre el espejo. Rubén escucha, condescendiente, su deshilvanado relato. Le dice que debió soñarlo todo, que no hay otra explicación lógica; tal vez sería aconsejable una visita al médico, le vendría bien algún sedante si no quiee enfermarde puro agotamiento. Ella, poco convencida y a desgano, asiente, pero solo porque teme enfrentar opciones menos razonables. Ni el café ni las aspirinas le sirven, incapaces de suprimir la sensación de irrealidad que la acompaña todo el día. Las cosas a su alrededor, nítidamente definidas por la luz del sol, le resultan menos verdaderas que sus vivencias nocturnas y no puede concentrarse en números y porcentajes, atrapada aún por los recuerdos de las supuestas pesadillas. Malhumorada, contesta mal a sus compañeros, no acierta a balancear debes y haberes, el campanilleo del teléfono la lleva al borde del grito; desea, más que nunca, salir de la rutina intolerable. Casi no cena, y su mente divaga mientras aparenta escuchar los comentarios de Rubén. Después se queda viendo televisión, temerosa de lo que vendrá al acostarse. Desde la habitación Rubén la llama, le recuerda que deben levantarse temprano, que no se extrañe después si anda hecha una zombi. Al fin, rendida de cansancio, se va a la cama. Las sábanas de limpio aroma la reconfortan y, agotada, se duerme enseguida. Al despertar ya no está en su cama ni en su dormitorio. Sus pies descalzos pisan una alfombra blandamente repugnante, olorosa a humedad y materias en descomposición; en torno suyo se ciernen pesadas sombras, árboles agobiantes, serpentinas de lianas; sonidos animales se le acercan, fulgurantes ojos verde-amarillos la observan; víctima posible, sabe que su camisón blanco resalta sobre toda esa negrura informe, incitando el ataque. Cree sentir en el rostro un aliento fétido, sobre la carne temblorosa las garras afiladas, anticipa el zarpazo final. El grito tantas noches retenido estalla en su boca. A pesar de los esfuerzos de Rubén para calmarla, gritará por mucho tiempo, el cuerpo tiritante, los ojos ciegos, extraviada entre las sombras de la selva. Bajo la cama, una orquídea sedosa comienza a marchitarse.

lunes, octubre 11, 2010

El que espera

En un andén, entre otra gente sola alguien, desde hace mucho, espera. Mira una vez más los relojes inmóviles, suspira; de improviso, una sombra difusa le rueda por el rostro, se sobresalta. Nervioso, da vuelta sus bolsillos: busca una foto, un nombre, algo; sólo encuentra cientos de hojas de almanaques ya vencidos, mohosos o amarillentos. Resignado, descubre que ya no sabe qué o a quién estaba esperando. Entonces alza los hombros, mete las manos en los bolsillos ahora vacíos, y se aleja silbando.