viernes, febrero 24, 2012

Toda la luz del mundo


El hombre avanza por el campo de trigales.
La luz se le derrama encima, lo envuelve, lo transporta. El cielo, inmenso como nunca, lo abruma de azul. En la siesta pueblerina todo parece detenido en el tiempo; las chicharras acompañan esos pasos que desafían la hora, el calor, el brillo casi insoportable del sol a pleno.
Por un momento, el hombre es feliz. Le sorprende, una vez más, entender que logra ese estado cuando ha renunciado a buscarlo. Siempre le llega así, de improviso, un estallido rojo tan incomprensible como el de las amapolas, que bostezan entre tanta madurez dorada.
Después, vendrá la oscuridad bien conocida a cobrar revancha. No la de la noche que, para él, sigue preñada de luz, con sus faroles callejeros, sus tabernas (donde la mirada verde del ajenjo lo aturde, casi tanto como el susurro constante en su cabeza: Loco, loco, loco…)
Esa es la oscuridad que aterra, que solo puede conjurar la luz rabiosa, chirriante, desatada, de sus pinceles...
Bajo el sombrero de paja, ojos alucinados y cabellos siempre en llamas, igual que su alma. En las manos, una paleta ebria de colores, un pincel fulgurante.
El hombre se vierte en la tela, pinta como desangrándose, arde, se consume.
En el fondo de su mente la oscuridad ruge y se retuerce, lanza pájaros negros sobre el cielo tenso, punteando la plenitud amarilla del trigal. Un camino se pierde en recodos invisibles.
Y aunque los cuervos se escandalicen y arremetan en turbios remolinos, la oscuridad ya no puede vencer.
Ni detener la luz implacable que crucifica demonios en el horizonte, sangrante luz tras el disparo que quiebra el canto de las cigarras campesinas.