
A la luz la devoran por la espalda,
y llevada a rastras y en jirones,
ennegrece, se vuelve indiferente
como un cadáver viejo.
Pero una insiste, como los amaneceres
y su terca costumbre del retorno,
aunque sea difícil anclar en la palabra
que descifre los fieros jeroglíficos,
que huelle las huellas extraviadas...
Si Caín aún vuelve en cada aurora
a tomar el café con mediaslunas
en el bar miserable de una esquina.
Y centuriones clausuran las espaldas
con sus rosas de lacre,
y Caifás se arrodilla en los altares
a florecer perdones y amnistías.
Llueve a veces,
con la estéril piedad de los sollozos...
Dios no está en el ojo que se cierra
es un pobre silbido acobardado.
Sigo, con mis dolores sumergidos,
queriendo entender, pero no entiendo.
Y al final me visto la mirada
de vidrio inalterable y salgo,
a bastardear el alma en cada calle.
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